Quiero decir unas palabras a favor de la Naturaleza, de la libertad total y el estado salvaje,
en contraposición a una libertad y una cultura simplemente civiles; considerar al hombre
como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la
sociedad. Desearía hacer una declaración radical, si se me permite el énfasis, porque ya
hay suficientes campeones de la civilización; el clérigo, el consejo escolar y cada uno de
vosotros os encargaréis de defenderla.
En el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen
el arte de Caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por expresarlo así, de
sauntering [deambular]: término de hermosa etimología, que proviene de “persona ociosa
que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse à
la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de
ahí, saunterer, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como
aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan
allá son saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy.— Hay, sin embargo,
quienes suponen que la palabra procede de sans terre, sin tierra u hogar, lo que, en una
interpretación positiva querría decir que no tiene un hogar concreto, pero se siente en casa
en todas partes por igual. Porque éste es el secreto de un deambular logrado. Quien nunca
se mueve de casa puede ser el mayor de los perezosos; pero el saunterer, en el recto
sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el
camino más directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad
es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el
Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos
de las manos de los infieles esta Tierra Santa.
La verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de
corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras
expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar
familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa
que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con
imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen
a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes
dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no
volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos
tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata.
Para ceñirme a mi propia experiencia, mi compañero y yo –porque a veces llevo un
compañero—, disfrutamos imaginándonos miembros de una orden nueva, o mejor, antigua:
no somos Caballeros, ni jinetes de cualquier tipo, sino Caminantes, una categoría, espero,
aún más antigua y honorable. El espíritu caballeresco y heroico que en día correspondió al
jinete parece residir ahora –o quizás haber descendido sobre él— en el Caminante; no el
Caballero, sino el Caminante Andante. Un a modo de cuarto estado, independiente de la
Iglesia, la Nobleza y el Pueblo.
Hemos notado que, por la zona, somos casi los únicos en practicar este noble arte;
aunque, a decir verdad, a la mayoría de mis vecinos, al menos si se da crédito a sus
afirmaciones, les gustaría mucho pasear de vez en cuando como yo, pero no pueden.
Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la
independencia que constituyen el capital en esta profesión. Sólo se consiguen por la gracia
de Dios. Llegar a ser caminante requiere un designio directo del Cielo. Tienes que haber
nacido en la familia de los Caminantes
en contraposición a una libertad y una cultura simplemente civiles; considerar al hombre
como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la
sociedad. Desearía hacer una declaración radical, si se me permite el énfasis, porque ya
hay suficientes campeones de la civilización; el clérigo, el consejo escolar y cada uno de
vosotros os encargaréis de defenderla.
En el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen
el arte de Caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por expresarlo así, de
sauntering [deambular]: término de hermosa etimología, que proviene de “persona ociosa
que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse à
la Sainte Terre”, a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: “Va a Sainte Terre”: de
ahí, saunterer, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como
aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan
allá son saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy.— Hay, sin embargo,
quienes suponen que la palabra procede de sans terre, sin tierra u hogar, lo que, en una
interpretación positiva querría decir que no tiene un hogar concreto, pero se siente en casa
en todas partes por igual. Porque éste es el secreto de un deambular logrado. Quien nunca
se mueve de casa puede ser el mayor de los perezosos; pero el saunterer, en el recto
sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el
camino más directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad
es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el
Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos
de las manos de los infieles esta Tierra Santa.
La verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de
corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras
expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar
familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa
que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con
imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen
a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes
dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no
volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos
tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata.
Para ceñirme a mi propia experiencia, mi compañero y yo –porque a veces llevo un
compañero—, disfrutamos imaginándonos miembros de una orden nueva, o mejor, antigua:
no somos Caballeros, ni jinetes de cualquier tipo, sino Caminantes, una categoría, espero,
aún más antigua y honorable. El espíritu caballeresco y heroico que en día correspondió al
jinete parece residir ahora –o quizás haber descendido sobre él— en el Caminante; no el
Caballero, sino el Caminante Andante. Un a modo de cuarto estado, independiente de la
Iglesia, la Nobleza y el Pueblo.
Hemos notado que, por la zona, somos casi los únicos en practicar este noble arte;
aunque, a decir verdad, a la mayoría de mis vecinos, al menos si se da crédito a sus
afirmaciones, les gustaría mucho pasear de vez en cuando como yo, pero no pueden.
Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la
independencia que constituyen el capital en esta profesión. Sólo se consiguen por la gracia
de Dios. Llegar a ser caminante requiere un designio directo del Cielo. Tienes que haber
nacido en la familia de los Caminantes
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